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martes, 7 de septiembre de 2021

septiembre 07, 2021 0

¡Soy Ese Ejja!






 ¡Soy Ese Ejja! Vengo del Baawajjajje milenario, arco iris, colibrí, pez y semilla, selva densa y primigenia, lugar eterno y sagrado. Allí el susurro del viento relata la mágica historia, cuando llegaron del cielo, cargados de lunas y estrellas, mis abuelos Ese Ejjas. Soy hijo de Edósikianaja, señor y dueño de la montaña, hombre - mujer - hombre, guardián del monte y el agua. Desciendo de un pueblo guerrero que ha golpeado el infortunio, despiadados aguaceros han inundado mi alma, en su intento por quitarme hasta la risa y el canto. Camino playas extensas, navego ríos lejanos, soy el tigre que ruge en la noche larga del tiempo, soy anaconda hastiada del remanso. Acosado en mi tierra, cada vez menos mía, cada vez más extraña, ¡soy las olas y el trueno anunciando la tormenta!


Idioma Ese Ejja

¡Eya Ese Ejja! Kweyanaje iawajonei Baawajjajje, eshijje, kwa’i’i, naoo es’o, ebio kia kemowajo iawajonei, meshi eba’etiitiijji kiapame. Majo beni jjakeyakian wowikani eba’eiojji kiapame, eyajje nekioke iomajje, ba’i majameta kwana yekanaje, ekwe babaa Ese Ejjaa. Eya Edósikianaja bakwa, eiyomese kwani, kwiijji - epona - kwiijji, e ebiomese e enamese. Eya kweyani kiamaseja bakwa kia kamaja kwanaje, enatiitiijo kiakamaja kwanaje edojjoshawa wi’iionaje, e manoiojji nisho ekwea esoajji esowikwayajji pia ai. Ejiojji meshijaji ai yasijje, yoyoani kwei aome, eya ibia mekajje mimineineini jayojja, eya sa’ona kiamase kisewijo anijayojja. Ekwe meshijo jiakwayajiasa akani, jjeshwkaiani ekweya pojjiama poajeio kiakamaja poiani, ¡eya enashajo kweji poani wowiaña ena kiakemoneenee poaje! 

Lucio Chichi Méndez Gamarra (Kwa’i’i) Traducción: Javier Monje Santa Cruz (Sapa ai)

𝙀𝙨𝙚’𝙀𝙟𝙟𝙖, 𝙨𝙤𝙣 𝙪𝙣 𝙜𝙧𝙪𝙥𝙤 𝙚́𝙩𝙣𝙞𝙘𝙤 𝙖𝙢𝙚𝙧𝙞𝙣𝙙𝙞𝙤 𝙙𝙚 𝙡𝙖 𝘼𝙢𝙖𝙯𝙤𝙣𝙞́𝙖 𝙗𝙤𝙡𝙞𝙫𝙞𝙖𝙣𝙖 𝙚𝙨𝙩𝙖𝙗𝙡𝙚𝙘𝙞𝙙𝙤 𝙖 𝙡𝙤 𝙡𝙖𝙧𝙜𝙤 𝙙𝙚𝙡 𝘽𝙚𝙣𝙞 𝙍𝙞́𝙤, 𝙚𝙨𝙥𝙚𝙘𝙞𝙖𝙡𝙢𝙚𝙣𝙩𝙚 𝙚𝙣 𝙚𝙡 𝙢𝙪𝙣𝙞𝙘𝙞𝙥𝙞𝙤 𝙙𝙚 𝙄𝙭𝙞𝙖𝙢𝙖𝙨, 𝙥𝙧𝙤𝙫𝙞𝙣𝙘𝙞𝙖 𝙙𝙚 𝘼𝙗𝙚𝙡 𝙄𝙩𝙪𝙧𝙧𝙖𝙡𝙙𝙚, 𝙇𝙖 𝙋𝙖𝙯.

🍃📖Cuenta la leyenda que aparecieron en las cabeceras de los ríos Madre de Dios, Tambopata, Heath y Madidi sobre la montaña boscosa de Bahuajja (con la frente redonda) que según su mitología es un sitio sagrado y secreto, ubicado en el Norte del Municipio de Ixiamas próximo al límite con el Departamento de Pando. Este grupo indígena originario no fue sometido ni conquistado por otra cultura; su organización social se basa en la familia, sobre la base matrilocal, es decir que la mujer permanece en la casa de la madre. El sistema de parentesco es patrilineal. El liderazgo o estatus es transmitido solamente entre los hombres.

El matrimonio es predominantemente endogámico e interclánico. En su cosmovisión la vida tiene cuatro dimensiones: el mundo subterráneo, el de la superficie, la morada del Dios Eyacuiñajji y en la cuarta se encuentran los cuerpos celestes. Su calendario está dividido en diez tiempos. Los primeros son el Daqui She mes de la tortuga y el Shoje She de los monos gordos. El mes tiene una duración de 25 a 40 días. Los miembros de la comunidad son hábiles para tocar la flauta, el órgano de boca o armónica y los bombos. En la producción de artesanía los varones son hábiles constructores de canoas. Sus casas son de chuchío, cusi, motacú y charo, especies forestales de la región.

ℹ️Actualmente es posible visitar la comunidad y a sus familias indígenas para conocer su forma de vida y sus relación con la naturaleza.. ¿Te animas a conocerlo?

📸 Giacomo d'Orlando


viernes, 9 de julio de 2021

julio 09, 2021 0

El Cuajojó



 Cualquiera hubiera dicho que a Mayauru le pesó el regreso de su novio o que tuvo el presentimiento de que llegaría a ser la mujer más desgraciada de la tribu; su madre, dos lunas antes de la fecha fijada para su camatunare, la sorprendió llorando en la soledad auspiciadora de la noche, y la luna la vio pasear su nostalgia increíble a través de los cafetales que ya empezaban a florecer.

Nadie, sin embargo, intentó penetrar el secreto de la mópera pensando que podía ser un hechizo; no se animaron a inquirir nada y la dejaron llorar sus cuitas hasta la noche en que a la misma hora en que se abren las sucuanas envueltas en su tipoy suelto y blanco como una telaraña, sus labios pálidos como los pétalos marchitos de las flores del tabaco, hicieron lo posible por cuajar una sonrisa.
Los hombres que fueron a desyerbar los platanales lo encontraron perdido y muy cansado en el camino de los cañaverales, y cuando, de acuerdo a las prácticas de la tribu, delante de todos, él contó su historia, una historia triste y dolorosa como la vida de un mártir, las móperas lo miraron conmovidas y las abadesas que no pudieron atajar una lágrima, fueron las primeras que hablaron por su causa. Y como en ese entonces, los hombres respetaban todavía el recóndito sentir de las mujeres, se quedó Itashi en la tribu que no tardó en quererlo como a su propio hijo.
En las noches orquestadas por cigarras y grillos desvelados en el boscaje, la luna fue testigo impávido de ese amor inmenso. Las palmeras supieron definitivamente que la protesta de una promesa infinita estremeció la inocencia del silencio; porque Mayauru e Itashi que ya se recordaban mutuamente cuando ella iba por agua a los paúros y él campeaba el chaparral, al fin se encontraron solo en la cañada y resolvieron vivir para quererse sin miedo y sin reservas.
El Cacique perverso y desalmado "que desde cuanto ha" se venía soñando, que a Mayauru, en ausencia de su marido, la acompañaba un hombre que quería llevársela bien lejos, los descubrió a los amantes y de rodillas le pidió al Viya el condigno castigo del delito. Castigo que a ella, a la mópera romántica de labios pálidos como pétalos marchitos de las flores del tabaco, le impuso el Genio de los Bosques, inexorable y justiciero, convirtiéndola en una ave extraña, agorera, inverosímil, el cuajojó nombre que deriva de su propio canto que es una lamentación larga, en do mayor, demandando en vano, dicen los nativos, una injusticia que ya es seguro que no se reparará jamás.
Por eso se escucha, especialmente en el silencio de las noches tropicales, aunque también se oye en uno que otro día de surazo, siempre lejano como si tuviera el propósito deliberado de ocultar la identidad de quien lo emite, un lamento lúgubre y desolado que pone una nota trágica en los plenilunios de primavera y veranos.
Es el reclamo quejumbroso de Mayauru, la mópera de labios pálidos como los pétalos marchitos de las flores del tabaco, que aún sigue expiando el delito imperdonado de haber amado mucho.
Gilfredo Cortés Candía, un beniano en tres dimensiones
julio 09, 2021 0

El Jichi

 


Gilfredo Cortés Candía

Con su oleaje menudito, era la laguna -a la hora de la siesta- una arruga suave, agonizando serenamente en la arena de la orilla; mientras al parecer, -fenómeno de espejismo- crecían dentro del agua los bosques circundantes y ensayaban los patos cimarrones, en los sombreajes amables, un sueño liviano y vigilante. Pero cuando el resoplido de surazo hinchaba las ondas, en un túrbido encabritar de olas enloquecidas, había una huida de lagartos al cobijo de la playa y de gaviotas en abandono de cañuelas familiares; porque entonces la laguna, reventando en un verde espumoso y amenazador, apretaba el corazón de miedo hasta el extremo de que para aplacar su furia, le ofrendaban los nativos corajudos, bollos de jabón y granos de sal, y las abadesas evocaban el misterioso encanto de sus aguas rezando plegarias interminables en honor del Arcoíris.
Esa laguna que a la siesta parecía más grandes y más azul, apretando el corazón de miedo cuando llegaba el surazo, no se había secado nunca; así lo recordaban los viejos del pueblo, hablando de ella con la misma unción con que se habla de una cosa santa.
Y los poseedores de la historia entera de la tribu, aseguraban, severos, que todos los años, en el tiempo en que se secan las aguas y se queman los bajíos, las mujeres colmaron siempre sus cántaros en la linfa clara y lavaron en sus aguas.
Dormía la víbora sobre un montón corriente de hojas secas, cuando se encontró con ella aquel mópero que iba a la laguna en busca de peces y lagartos; y cuando después de convencerse que una escama chispeaba al sol en su cabeza, y de pensar que sus colmillos podrían servir para hacerse querer con las mujeres, le disparó una flecha y otra flecha, hasta que el animal, herido de muerte, estiró su cuerpo en un espasmo definitivo y las aguas se tiñeron de sangre, y él no sé por qué le dio miedo y huyó despavorido por entre los pastizales más tupidos.
Y dicen que no ocurrió más, pero ese mismo año cuando llegó el mes de septiembre, se secó para siempre aquella laguna de la que hablaban los viejos con la misma unción con que se habla de una cosa santa; y los adivinos del pueblo, que por revelación divina lo sabían echaron exclusivamente la culpa del suceso a la muerte de la víbora que halló el mópero cuando espiaba peces y lagartos; pues según ellos la vida de ese monstruo, que era el jichi de la laguna, retenía las aguas por necesidad propia.
El Jichi no pertenece a ninguna de las clases y especies conocidas de animales terrestres o acuáticos. Medio culebra y medio saurio, según sostienen los que se precian de entendidos, tiene el cuerpo delgado y oblongo y chato, de apariencia gomosa y color hialino que le hace confundirse con las aguas en cuyo seno mora. Tiene una larga, estrecha y flexible cola que ayuda los ágiles movimientos y cortas y regordotas extremidades terminadas en uñas unidas por membranas.
Como vive en el fondo de lagunas, charcos y madrejones, es muy rara la vez que se deja ver, y eso muy rápidamente y sólo desde que baja el crepúsculo.
No hay que hacer mal uso de las aguas, ni gastarlas en demasía, porque el Jichi se resiente y puede desaparecer, asimismo no se debe arrancar las plantas acuáticas que crecen en su morada, de taropé para arriba, ni apartar los granículos de pochi que cubren su superficie. Cuando esto se ha hecho, pese a las prohibiciones tradicionales, el líquido empieza a mermar, y no para hasta agotarse. Ello significa que el Jichi ha muerto o se ha marchado.

Gilfredo Cortés Candía, un beniano en tres dimensiones
julio 09, 2021 0

El presagio del sumurucúcu

 


Las manos de Matayru, dejaron de golpear el algodón y sus ojos, acostumbrados a horadar las sombras, se azoraron un largo rato cuando escuchó el primer graznido de un sumurucúcu, que se estiró largo y doloroso como un lamento. Y cuando otra vez el ave, oculta ahora en los renuevos del naranjo recién florecido, graznó más lúgubremente todavía.

Entonces Matayru transida de miedo, recuerda aquella historia impresionante que le relatara su madre cuando era joven cuyo estribillo no terminaba de repetir: "cuando el sumurucúcu grazna en el patio de las casas, es porque presagia que alguien va a morir".
Por eso, cuando a la semana siguiente, su hombre tuvo la necesidad de asomar al chaco, con los ojos rebalsados de lágrimas, le rogó que no la dejara sola, pero su esposo Ajaila, incrédulo como pocas veces son los hijos de la pampa, se rio de la ingenuidad de sus recelos y después de mirarla en la niña de sus ojos y ofrecerle que regresaría pronto, a lo mucho cuando el sol estuviera en medio cielo, emprendió silbando la senda del yucal, mientras los ojos de Matayru, más amorosos que nunca siguieron como siempre su silueta fornida, hasta que ella como otras veces, igualmente se perdió detrás de los recodos.
Y como nunca más regresó Ajaila del yucal y los hombres que fueron en su búsqueda, encontraron apenas unas manchas de sangre junto a las huellas del jaguar, quedó como una superstición lo que la madre de Matayru, a manera de estribillo, no se olvidaba repetir: "cuando el sumurucúcu grazna en el patio de las casas, es porque presagia que alguien va a morir".
De aquí nació la creencia aquella de que cuando en el silencio de la noche se oye el mugido de un toro que se acerca a la casa del enfermo, es seguro que él no amanece con vida, así como el graznido del buho, son infalibles para presagiar la muerte...


Gilfredo Cortés Candía, un beniano en tres dimensiones
julio 09, 2021 0

Los niños siringueros

 



Era de noche y en medio de la selva del Beni, ardía una pequeña fogata, a cuya luz trabajaban dos niños. Estaban cociendo al humo una bolacha de caucho de gran tamaño.

—Eláy, hoy día he sacao bajtante goma. ¡Poquingo me faltó pa' igualar al viejo!...

—Tenemoj que trabajar duro, porque el pobre ta' tumbao por el mal.

Y en efecto, a pocos pasos de los muchachos se veía a un hombre tirado en el suelo, que deliraba por la fiebre.

—Oiga, déjeme ya...Si no puedo trabajar, déjeme ya... - Así hablaba el enfermo, mientras lanzaba los brazos al aire.

—No se levante, padre. Quédese quietesingo, que nosotroj trabajamoj por su cuenta - dijo uno de los muchachos. El hombre volvió a tenderse largo a largo y siguió roncando. El cielo relampagueó y comenzaron a caer unas  gotas  de  lluvia,  brillantes  como  monedas.

— ¡Diabloj! Si ejto nomaj faltaba: se viene la lluvia y hecha a perder la bolacha de goma.

— ¡Maj humo hombre! Apaga la llama y hace maj humo pa' acabar el trabajo.

Mientras uno de los niños levantaba el palo con la bolacha, el otro apagó el pequeño horno subterráneo, que comenzó a lanzar grandes bocanadas de humo.

—Así tá'güeno.

— ¡La   pucha   que   el  humo   me   tapa   loj   ojoj...!

—Aguanta  un  poco  que   se  viene   el   aguacero...

Ni bien acabó de decir esto, se desató la lluvia. Los niños siguieron trabajando afanosamente. El horno se apagó del todo y los niños levantaron la cara llena de angustia hacia el cielo.

— ¡Dejgracia nuejtra! ¡Se arruinó el trabajo, la bolacha ya no sirve...!

Y era así. Unas cuantas gotas de agua bastaban para echar a perder la goma en el instante del cocimiento.

—Tira la bolacha y metamoj al viejo que se ejtá mojando.

Lo alzaron de los pies y de las manos y lo metieron a la choza de palos.

La lluvia siguió cayendo toda la noche.

Apenas amaneció, los niños fueron en busca del patrón.

Este los vio llegar con las manos vacías y reclamó airadamente:

—Muchachos   ociosos,   ¿Dónde   está  la  goma...?

— ¡Qué goma patrón! ¡Si la lluvia lo echó a perder todingo!

—La disculpa de siempre. Hasta ustedes han aprendido a robar.

—No le robamoj patrón. Si quiere le mojtramoj la bolacha que se echó a perder. La puringa verdá.

—A ver la bolacha...

Uno de los niños volvió corriendo y se la presentó.

—Ahí la tiene ujté.

El patrón la examinó y la arrojó al suelo.

—Bueno, ahora no tienen pago.

—Ej cierto señor, sólo veníamoj a decirle que nuejtro padre ejtá enfermo y queremoj llevarle unoj remedioj.

—No se puede, me debe mucha plata.

—Pero, patrón, no lo vamoj a dejar que se muera. Él ej nuejtro padre.

—Aunque sea padre de Cristo. Estos siringueros se enferman, se mueren y nadie me paga sus deudas.

—Mire que no ej mucho. Sólo un poquingo de quinina.

—Bueno, lleven. Pero es lo último, ¿eh?

—Ta' güeno, patrón. Hajta mañana.

Cuando los chicos volvieron a su choza, encontraron a su padre tumbado boca abajo.

—Güen día, padre.

El hombre no les contestó, pero inesperadamente recogió todo su cuerpo y lo tiró hacia arriba.   Cayó estruendosamente del catre y comenzó a nadar por el suelo con desesperación.

— ¡Loj caimanej...! -gritaba, dando grandes brazadas.

—Sigue delirando.

—Ta'peor cada día.

—Siquiera el patrón noj lo dejara llevar pal pueblo.

—Ni pa'que pensarlo. Teme que se ejcape debiéndole.

— ¡Dejalmao de porra...!

—Ahora no podemoj dejarlo abandonao. Anda voj al trabajo que yo me quedo pa'cuidarlo.

—Ta' bien. Si sucede algo, trepa a la punta de un árbol y pégame un grito.

—Ta' güeno. Hajta la güelta.

—Hajta la güelta.

Los dos hermanos se separaron y el sol empezó a volar sobre la selva. Al anochecer, se escuchó un grito desgarrado corriendo entre los árboles.

Era el niño que llamaba a su hermano. El viejo siringuero se moría y en la voz del muchacho temblaba todo el dolor de aquel hogar proletario que la muerte quería destrozar. El hermano mayor llegó, rompiendo monte y se abrazó al cuerpo agarrotado de su padre.

—Corre p'ande el patrón y pedile algún remedio.

—Allá voy.

El niño volvió después de una hora, con la desilusión en el rostro.

—No quiere dar nada.

— ¡Malvao...! Vámonoj pal pueblo, allá lo hacemoj curar...

— ¡Vámonoj!

Pusieron patas arriba el catre de palos. Allí colocaron al enfermo   y   salieron   con   él   rumbo   al   pueblo.

—Vamoj mejor por el río, podemoj encontrar algún lanchón.

—Peligroso. Noj pueden sorprender el patrón o loj capatacej y noj toman presoj...

—No hombre, daremoj un rodeo pa' llegar a la playa.

Así lo hicieron, y al poco rato estuvieron en el río, a cuya orilla estaba amarrado un lanchón. Treparon allá y soltaron las amarras. Cuando se disponían a remar, la voz del amo  sonó como un disparo sobre ellos:

— ¡Suelten  los  remos!   Se  escapan  debiéndome... ¡Ladrones!

— ¡El ladrón ej ujté, que se enriquece con el trabajo de loj siringueroj!

—No se llevarán al viejo, es mío. Yo lo contraté por mil pesos.

— ¡Cállese, malvao! Loj hombrej no pueden ser de ujté.

No son caballos, ni bueyej  pa' que loj compre.

—Ademáj,   ya  pagó   de   sobra   con   su   trabajo.

— ¡Y con el de nosotroj...!

—Vámonoj puej...

— ¡Vámonoj!

— ¡No se irán! -El hombre se prendió a la embarcación con sus brazos velludos, pero los muchachos comenzaron a remar y lo arrastraron río adentro. Trató de subir, pero lo empujaron y   cayó ruidosamente al agua.

Allí se quedó chapoteando como un energúmeno.

— ¡Que el agua le lave la conciencia! ¡Viejo caimán...!

—y enfilaron hacia el pueblo lejano.

— ¡Hemoj salvao a nuejtro padre...!

— ¡Y hemoj recobrao la liberta!

Y el sol salió por el horizonte del río, bendiciéndolos con su claridad.

Por: Oscar Alfaro

julio 09, 2021 0

El maquinista de la Tahuamanu

 


La entrada al siglo veinte, encontró a los bolivianos con un serio problema entre las manos. En la región del Acre, miles de brasileños, alzados en armas, se habían metido a territorio boliviano, expulsando de sus lugares de trabajo y asesinando a muchos de nuestros compatriotas que trabajaban en la extracción de la goma, en aquella apartada región de la patria.

Los bolivianos se agruparon para repeler al agresor. Así se libraron varios combates en que nuestra gente demostró su valor, derrotando al enemigo en memorables enfrentamientos. Uno de estos combates -que no figura en las páginas de la historia- en que la juventud riberalteña demostró su valor, es el que les voy a relatar a continuación.

La batalla decisiva se iba a librar en las cercanías de la barraca Puerto Rico. Los brasileños aventajaban, en número de combatientes y en armamento, a los bolivianos, que, metidos en sus trincheras y con las armas en las manos, esperaban la orden de empezar el combate.

Se había enviado un propio, por tierra y a toda velocidad, a buscar refuerzos a Riberalta, pero no sabían si el mensajero había conseguido eludir las patrullas enemigas.

Fue entonces cuando un grupo de jóvenes -más bien niños, pues sus edades oscilaban entre los catorce y dieciséis años- se reunieron en la plaza principal, y uno de ellos, habló:

—      Muchachos, la patria está en peligro. Ya ustedes han escuchado que nuestros soldados van a ser barridos por la superioridad del enemigo. Salvemos a nuestros compañeros y hagamos que, lo que será una derrota sin nuestra ayuda, se convierta en una gran victoria. Por nuestra querida patria Bolivia, vamos al combate, compañeros.

Un grito de entusiasmo partió de aquellos pechos juveniles; los jóvenes hicieron venir a sus padres a la plaza, para explicarles lo que habían decidido. Muchas madres, llorando, abrazaron a sus hijos, pues cada una pensaba que aquel ser de su ser, no regresaría del combate. Pero es bueno que digamos, en honor del patriotismo de aquellas madres riberalteñas, que ni una sola de ellas pidió a su hijo que faltara a esta cita con la patria.

El comandante de la guarnición dio el visto bueno, e inmediatamente, bajo las órdenes del único teniente que quedaba, juntaron los pocos fusiles que quedaban en el cuartel. Las demás armas fueron proporcionadas por las principales firmas comerciales de la localidad.

Una hora después de los sucesos anteriormente narrados, en la cancha de fútbol se había construido un polígono de tiro, y los vecinos de la localidad escuchaban las descargas de la fusilería. Era la flor y nata de la juventud riberalteña disparando sus armas en un entrenamiento intensivo, preparándose para cuando llegara el momento de entrar en combate con el enemigo.

¡Pues sí!, había conseguido pasar, y su misión de dar parte a las autoridades en Riberalta, había sido cumplida. En aquel momento la lancha a nvapor TAHUAMANU, embarcación con casco de metal y de hermosas líneas, navegaba a todo vapor, con la máquina forzada al máximo, arribando gallardamente contra la corriente del río Orthon, acercándose más, a cada momento, a la localidad de Puerto Rico. Llevaba una chata amarrada a su costado. Sobre el piso de las dos embarcaciones y sobre el techo de las mismas, se apiñaban cincuenta combatientes, cincuenta muchachos cambas, hijos de las mejores familias de la localidad, cuya edad promedio era de dieciséis años.

Todos iban armados: los unos con fusiles; Winchester 44 y escopetas los otros; llevaban, además, una buena provisión de balas, cartuchos y vituallas. Era la juventud de Riberalta y sus alrededores, quienes, de esta manera, respondían a aquel pedido de auxilio de sus compatriotas.

Los hombres en edad de combatir habían partido con anterioridad al campo de batalla, a la zona de operaciones. En el pueblo sólo habían quedado las mujeres, los ancianos y los menores de edad.

Cuando llegó aquel mensajero que, sorteando toda clase de obstáculos y eludiendo al enemigo, había conseguido llegar desde Puerto Rico, y dio parte de lo que ocurría en la región en que brasileños y bolivianos combatían, y del peligro de ser exterminados que corrían aquellos valientes compatriotas, las autoridades locales quedaron consternadas. ¿Qué podían hacer? No habían soldados; no habían hombres para acudir a aquel desesperado pedido de auxilio...

Al anochecer del mismo día, todos los habitantes del pequeño poblado estaban en el puerto para despedir a los cincuenta valientes muchachos. La banda de música del regimiento tocó el Himno Nacional, que fue cantado con verdadero fervor por todos los presentes. Después, el último abrazo y beso de padres, madres y enamoradas; las lágrimas vertidas en la tristeza del adiós.

Los jóvenes combatientes, con el teniente que los guiaría en el combate, subieron a bordo de la lancha TAHUAMANU; dos marineros largaron las amarras de la bella embarcación, que se fue apartando lentamente de la orilla. Entonces se escuchó la voz de uno de los jóvenes que iban sobre el techo de la lancha, una voz vibrante y plena de vida, que gritaba:

—      Reza  por  nosotros,   mamá,  y  no te  preocupes.

Derrotaremos al enemigo y regresaremos triunfantes.

—      Sí, -gritó otro de los jóvenes- ¡venceremos!

Ante aquellas voces, llenas de fe y valentía, se inflamaron los corazones de todos aquellos que quedaban en la orilla del río, los cuales comenzaron a gritar:

—      Sí, valientes, sí, vencerán. ¡Viva Bolivia!

Como una voz de esperanza que contestaba a aquel clamor, la Tahuamanu dejó escuchar su hermosa voz, sus cuatro, ya clásicos, acostumbrados pitazos de despedida: uno por el Padre, el otro por el Espíritu Santo y otro por el Hijo; el último en homenaje a la Santísima Madre de Dios.

El maquinista de la lancha puso la velocidad al máximo y la misma se alejó del puerto surcando gallardamente las correntosas aguas del río Beni.

Momentos después, los que miraban desde la orilla del río, la perdieron de vista cuando la lancha hizo la curva en el primer torno. La Tahuamanu, con sus pasajeros, iban al encuentro de una gran aventura; iban al encuentro de la Historia...

Mientras tanto, allá por Puerto Rico, un emisario de las tropas brasileras, enarbolando una bandera blanca, llegó junto a las trincheras de nuestros soldados con un mensaje del comandante brasilero José Brandao, el cual actuaba en representación del comandante general Plácido de Castro, ausente en aquella oportunidad. El mensaje decía:

"Al Señor Comandante del Ejército Boliviano en campaña: Como es de su conocimiento, somos superiores en número de efectivos y armamento. Pido a usted que evite un inútil derramamiento de sangre, para lo cual debe usted rendirse con todos sus hombres. Le doy mi palabra de honor, de que serán tratados con toda consideración. Esperaré una hora. Pasado este tiempo, si usted no hubiera resuelto rendirse con sus efectivos, atacaré con todas nuestras fuerzas y usted será el responsable por todos los que caigan en el combate."

Las cosas no estaban como para andarse con demasiados cumplidos. La respuesta del comandante boliviano al señor Brandao fue muy clara:

"Señor Comandante de los efectivos brasileños: Ya sé que nos sobrepasan en número, pero mis soldados están preparados para batir a fuerzas superiores. Es a usted a quien le pido meditar lo siguiente: mis hombres no disparan sólo por disparar. Si usted decide atacar, podrá comprobar que por cada disparo de uno de mis fusiles, caerá uno de sus hombres. Tome usted su decisión."

José Brandao, confiando en la superioridad numérica, inició las hostilidades lanzando a sus hombres al ataque disparando nutrido fuego de fusilería. Lanzó su tropa a la carga, en un ataque frontal, pensando llegar a las trincheras bolivianas y acabarlos a todos.

Las instrucciones que habían recibido los combatientes bolivianos eran muy claras, y fueron seguidas al pie de la letra. Los defensores sabían que se estaban jugando la vida. Dejaron que el enemigo llegara muy cerca... y sólo entonces las armas bolivianas escupieron su carga letal.

Se vio caer a los soldados enemigos como marionetas a las que se corta el hilo. La primera línea de atacantes mordió el polvo, en su totalidad. Los que venían en segunda línea quedaron paralizados, desconcertados por breves segundos, al mismo tiempo que se escuchó un nuevo tronar de fusiles bolivianos y no quedó un solo enemigo de la segunda línea de asalto, en pie.

Al ver lo que ocurría, la tercera oleada de atacantes, que estaba saliendo de sus trincheras disparando sus armas furiosamente, viendo que algo había salido errado, dio media vuelta y, de cabeza, se tiraron a protegerse en sus agujeros.

Fueron muchas las bajas ocasionadas al enemigo. Sin embargo, nuestras filas también habían tenido bajas: doce de los nuestros habían caído para siempre. Era una gran pérdida para nuestra pequeña tropa. Ahora solamente quedaban veintiséis hombres en condiciones de combatir; el enemigo debía tener aún algo más de cien, sin contar sin contar que, en cualquier momento, podían recibir más refuerzos.

Era el 22 de Abril de 1903. La lancha Tahuamanu, aquel atardecer, navegaba casi pegada a la orilla del rio. El comandante de la embarcación calculaba que a medianoche llegarían a su destino. Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisto: Forzada por tantas horas de presión al máximo, la caldera de la lancha explosionó. Un marinero que estaba cerca recibió el chorro de vapor de altísima temperatura y cayó al río desapareciendo bajo las aguas. No se lo vio salir más.

Aprovechando que la embarcación -por inercia- siguió aún avanzando, el piloto consiguió apegarla a la orilla del barranco, donde fue rápidamente amarrada al tronco de dos árboles. El teniente que iba al mando de la expedición, se acercó a la máquina, donde ya se encontraba el maquinista mirando todo con aire de desaliento.

—      ¿Puede ponerla en marcha? Es urgente que lleguemos esta noche a Puerto Rico -dijo el teniente- y aun así, tal vez ya sea demasiado tarde.

—      Ahí se ha hecho un hueco de unos veinte centímetros de diámetro. Remacharé ahora mismo un pedazo de plancha de metal para tapar eso, pero va a tardar un poco y la compostura no va a aguantar mucho.

—      Mi amigo, haga lo que sea, pero pónganos en Puerto Rico antes del amanecer.

—      Sí, mi teniente. Que aprovechen sus hombres para descansar, mientras arreglo esto con mi ayudante.

Eran las cinco de la mañana y todavía estaba oscuro en Puerto Rico, cuando los centinelas comenzaron a despertar a sus camaradas. Poco después todos estaban alerta, y arma en mano. Les pasaron unas cantimploras con café caliente, que fueron haciendo circular después de llenar sus canecos. Todos saboreaban el café con pan de arroz torrado, que les cayó al pelo. Comenzaron a bromear entre ellos a pesar que, a muy corta distancia, acechaba el peligro y la muerte, que podía llegar en cualquier momento desde las trincheras enemigas.

Hacía ya varias horas que la Tahuamanu estaba otra vez navegando; pero ya no era la misma de antes; avanzaba a duras penas, pecheando contra la corriente con menos vigor que antes, pero siempre avanzando. En realidad ya estaban muy cerca del puerto de llegada; era un milagro que aquella embarcación avanzara, movida por su máquina en aquellas condiciones. Una reparación de ese tipo sólo podía hacerse con éxito, con los recursos de un astillero en tierra firme. Sin embargo, allá iba la Tahuamanu, ganando terreno a cada minuto que pasaba.

No se había podido hacer el remachado de la plancha de metal que tapaba el agujero, de forma que quedara cerrado herméticamente. Para remediar esto -aunque sólo fuera por poco tiempo- el maquinista con su ayudante habían recubierto la parte remendada, con gran cantidad de barro, greda, el cual secó al momento y se endureció por efecto de la alta temperatura. Y así se pudo retener el calor en la gran caldera, lo suficiente para accionar la máquina y proseguir viaje.

Durante las siguientes horas el maquinista no había quitado los ojos de la aguja del manómetro; y ahora se sobresaltó al ver que se había producido un pequeño escape de vapor a través de la parte remendada.

—      ¡Dios mío!, no es posible que esto reviente nuevamente, antes de que lleguemos. Ya solamente falta un torno para llegar a Puerto Rico. Tienes que aguantar, lanchita querida, yo te voy a ayudar. Moviéndose a toda velocidad, el maquinista, el hombre en quien todos confiaban para que la lancha llegara a su destino con sus cincuenta jóvenes combatientes, arrastró tres colchones y los acomodó, cubriendo con ellos el lugar donde ya se había producido un escape de vapor. Con unos pedazos de madera que apuntaló lo mejor que pudo y, por último, con sus propios brazos y cuerpo quedó apretando aquel bulto de colchones contra la caldera de la lancha. Miró el manómetro, por entre el sudor que le escurría por la cara, y lanzó una carcajada que era un grito de victoria: la aguja, que ya había comenzado a descender, se detuvo por un momento y luego comenzó a subir lentamente. La Tahuamanu retomó nuevamente su velocidad. El maquinista le habló, a gritos, a su lancha: "Así me gusta lanchita querida. Seguí, seguí adelante, adelante Tahuamanu que ya falta poco. Mi vida no vale nada, yo la doy con gusto, si es necesario, pero tenemos que dejar a estos muchachos junto a la línea de fuego, pues tal vez de ellos dependa la suerte del combate. Un poco más, mi lanchita linda, seguí, seguí..."

Y como para animar a aquella lancha a la que tanto amaba, y a la que consideraba como un ser vivo, con alma, estiró la mano hacia la cuerda del pito, la cual tiró por cuatro veces consecutivas en la forma característica con que aquel hermoso vapor anunciaba su partida y su llegada en cada puerto.

—      Tuuuuuuu... tuuuuuuu... tuuuuuuu... tuuuuuuu...

En las trincheras ya eran las cinco y quince de la madrugada y el comandante boliviano, que en aquel momento conversaba ultimando detalles para el combate, aguzando el oído, dijo:

—      ¿Escucharon ese pito?

—      Sí, mi capitán -contestó el sargento-, es el pito de la

Tahuamanu. Ni quien lo confunda.

—      Pues gracias a Dios que van a llegar a tiempo. Ahí vienen los refuerzos que pedimos. Los vamos a necesitar.

Todavía no eran las seis de la mañana cuando el casco de la lancha tocó el barranco en la orilla del pequeño embarcadero. Sin esperar siquiera a que la embarcación fuera amarrada, el teniente y sus cincuenta voluntarios saltaron a tierra con sus armas y mochilas, y a todo correr se dirigieron a las trincheras de sus camaradas. La excitación de todos era tan grande, que ninguno regresó para ver qué había sido aquella explosión que se escuchó atrás, en la lancha.

En las trincheras, los que allí estaban y los recién llegados, se confundieron en apretado abrazo. El teniente que comandaba la tropa llegada de Riberalta, con dos muchachos a quienes había dado el grado de sargentos, propusieron que, en vez de esperar el ataque del enemigo, fueran ellos quienes arremetieran contra los brasileros, que seguramente no esperaban aquella acción. Se aprobó el plan. El teniente comandaría el ataque, por cuanto el capitán tenía el brazo derecho inutilizado a causa de un balazo que había recibido en el ataque de la víspera.

Minutos después, el teniente y aquellos cincuenta valientes muchachos, se lanzaron en silencio y a toda velocidad hacia las trincheras enemigas. El resto de la tropa boliviana quedó atrincherada y lista para acudir en apoyo del PELOTÓN DE LOS CINCUENTA, como los bautizaron sus camaradas, en caso de que fuera necesario.

El enemigo, seguro de tener acobardados a los bolivianos, se había descuidado. Uno de ellos tocaba la guitarra y toda la tropa cantaba. Los centinelas tomaban su desayuno mirando a sus compañeros, y cantando también. De repente, el infierno. La muerte hizo su aparición saliendo de la boca de las armas bolivianas. El enemigo, valiente, se precipitó desesperadamente hacia sus fusiles, y comenzando a disparar como locos. Algunos de aquellos valientes muchachos del Pelotón de los cincuenta cayeron para siempre, regando con su sangre aquel pedazo de patria que habían ido a defender. Esto enardeció a sus compañeros, quienes, con más ímpetu, atacaron al enemigo.

Los brasileños, creyéndose atacados por fuerzas muy superiores, se retiraron desordenadamente dispersándose por la selva y dejando gran cantidad de muertos y heridos, como también armas, municiones y vituallas en gran cantidad.

La batalla había terminado. Después de festejar la victoria, recordaron la explosión que habían escuchado en la lancha, y fueron a ver qué había pasado.

Cuando llegaron a la lancha y comprendieron lo que había ocurrido, aquellos muchachos que acababan de salir victoriosos de un violento combate, no pudieron contener las lágrimas...

Junto a la caldera de la lancha, reventada nuevamente, encontraron el cuerpo del hombre, medio destrozado por la explosión y quemado por el vapor. El maquinista de la Tahuamanu, tapando con su cuerpo el escape de vapor de la caldera para que la embarcación pudiera llegar al puerto, había sacrificado su vida en aquella misión.

Cuando los jóvenes se acercaron más, pudieron notar que, en el noble rostro del maquinista, había quedado estampada para siempre una dulce sonrisa. Posiblemente, en el momento de morir, el maquinista supo que había logrado su objetivo, que su muerte no sería en vano, que aquellos valientes muchachos a los cuales él había hecho llegar hasta el lugar del combate, darían el triunfo a las armas bolivianas.

Ese mismo día fue enterrado con honores militares, y la descarga de fusilería del PELOTÓN DE LOS CINCUENTA (incompletos en su número por los que habían caído para siempre en el campo de batalla) atronó el espacio, y el eco de los estampidos fue rebotando de trecho en trecho en la floresta. Pero esas balas no iban destinadas a quitar la vida de ningún ser humano; era el homenaje a un camarada muerto, a un valiente que -con una sonrisa que se sobreponía al dolor que estaba sintiendo- había dado su vida en el cumplimiento del deber para con la patria. En el minuto de silencio que se siguió, desde el más allá pareció llegar a cada uno de los presentes, la voz del maquinista de la Tahuamanu, diciendo: Misión cumplida...

Hugo Villanueva Rada

lunes, 4 de mayo de 2020

mayo 04, 2020 0

Cuentos de Riberalta

mayo 04, 2020 0

La muerte de la palmera



La muerte de la palmera

Hugo Villanueva Rada
"Cuentos de Riberalta"

Lo que aquí se cuenta ocurrió en la localidad de La Cruz -hoy Riberalta-, hacen ya muchos años. El crimen estremeció a los, aproximadamente, cuatrocientos habitantes del pequeño poblado donde todos se conocían y todos eran amigos. Fue un crimen pasional, el primero que se cometió en La Cruz.
Para aquellos que creen en la reencarnación, este relato será motivo de meditación y, tal vez, hasta para aquellos que niegan esta teoría o creencia. La teoría -digamos así- de la reencarnación, dice que después que el alma abandona su envoltura física, cuando una persona muere, queda vagando en el espacio, buscando un otro cuerpo para darle vida. Puede tratarse de un ser humano, un animal, una planta, etc. Ahora me concretaré a relatar lo que ocurrió en La Cruz. Esta es la historia.
Juan Manuel, un joven oriundo de Santa Cruz de la Sierra veinticinco años de edad, un camba bien plantao que había llegado hacía poco tiempo, se había ganado la amistad y la simpatía de los habitantes del lugar.
María Dolores -quince años-, chiquilla hecha mujer, hija de padre s crúcenos, era la más hermosa hembra que se pudiera imaginar. Llevaba el calor del trópico en las venas, y el embrujo de la maraña ardiente de la selva amazónica, en la mirada.
La primera vez que ambos se encontraron en la calle, se estremecieron; sintieron que un puente de mutua atracción se tendía entre los dos. Ambos detuvieron su caminar al mismo tiempo y, sin hablar, sus ojos cruzaron un puente lleno de luminosidad, algo, hasta ese momento, desconocido para ellos.
Y eso fue todo. Juan Manuel quiso decir algo, pero no pudo; un nudo de emoción, jamás sentido antes, no lo dejó pronunciar cualquier palabra. Alguien, una voz de mujer, gritó el nombre de María Dolores, y el encanto se rompió. La hermosa niña bajó los ojos y, con el rubor en las mejillas, se alejó casi corriendo.
Juan Manuel se dirigió a la tienda donde trabajaba como contador, sin contestar el saludo de los amigos que encontraba en la calle, pues ni siquiera los escuchaba. Su mente, sus pensamientos, estaban llenos con la imagen de la hermosa niña, y se decía:
—      Será mi mujer; me casaré con ella y la amaré hasta más allá de la muerte. Si ella no me quiere, la vida ya no tendrá sentido para mí.
María Dolores había sentido lo mismo que Juan Manuel, algo que sólo los privilegiados sienten: el flechazo del amor para toda la vida. Se conocieron en una fiesta y al tercer encuentro hablaron de su amor.
—      No quiero perder el tiempo, María Dolores; deseo que nos casemos de inmediato.
—      Yo también. Tenes que hablar con mis padres.
—      Sí, mi amor; esta noche iré a tu casa a pedirte.
Los padres de María Dolores recibieron con amistad y cortesía al joven contador. Como en tan pequeña localidad todo se sabía, o casi todo, ellos ya tenían conocimiento de los encuentros de su hija con el joven, y accedieron al pedido de matrimonio, fijándose la fecha de la boda para de ahí a un mes.
Era la víspera del día marcado para el matrimonio, y al entrar Juan Manuel a su cuarto, en la pensión donde vivía, vio un sobre encima de la mesa. Estaba dirigido a él, con una letra desconocida y que le pareció, más bien, desfigurada. La abrió y las manos comenzaron a temblarle a medida que se enteraba del contenido. El papel decía lo siguiente:
Pobre ingenuo: te vas a casar con una pelada que te la hace. Mientras vos te despedís de tu futura delante de sus padres a las diez de la noche, la muy picara se encuentra más tarde en su canchón con uno que sabe saltar el muro muy bien. Y que es amigo del perro, ja, ja, ja..."
No había ninguna firma; era un anónimo. Pero hizo su efecto. Juan Manuel comenzó a temblar y sintió fiebre. Se agarraba la cabeza con desesperación. ¡Eso no era posible! ¡Si María Dolores lo amaba tanto, sentía por él la misma pasión, la misma locura que la que él sentía por ella! Ella se lo demostraba a cada momento...
Pero el anónimo maldito sembró la duda, que se fue agrandando y agrandando, en la misma forma como el río Beni cuando crece y se inunda, desbordándose y arrasando con todo lo que encuentra a su paso.
Juan Manuel tentó el bulto del revólver 38 en su bolsillo. Se disponía a salir cuando entró la dueña de la pensión, una viuda de unos cuarenta años y en muy buen estado todavía, que se le vivía insinuando de todas formas al muchacho que, por lo visto, estaba ciego; al menos, en lo que a ella tocaba.
—      Don Juan Manuelito, su cena está lista. Le he preparado un masaquito con queso, de chuparse los dedos, con un buen bife y güevos fritos, además de una cafetera llena de un cafecito recién destilado.
Doña Rita -así se llamaba la dueña de la pensión- le habló al aire, pues Juan Manuel ni siquiera la escuchó. Después de palpar nuevamente el revólver que, como era costumbre en aquel tiempo, siempre cargaba, se dirigió a la puerta con una mirada de hipnotizado, y doña Rita, que vio que se le iba encima todo trastornado como se le notaba, se apresuró a saltar a un lado para no ser atropellada.
Juan Manuel salió a la calle decidido a matar al hombre que le robaba a su joven novia; se la robaba de forma villana, en la oscuridad de la noche. Aquel desgraciado no se iba a reír más de él. ¿Pero cómo averiguar quién era el miserable? Juan Manuel tenía una idea.
Era una hermosa noche, con las calles de La Cruz iluminadas solamente por el brillo esplendoroso de la luna y las estrellas y, esporádicamente, por la luz de alguna lámpara a kerosén, que se filtraba a través de alguna puerta o ventana. Noche azul, noche hermosa; una noche para amar, no para matar; pero esto no lo sabía Juan Manuel, quien se encaminó a casa de su novia. Tenía -quién no- un silbo convenido para llamar a María Dolores.
De la esquina de la calle le silbó, y en menos que canta un gallo se enmarcó en la puerta de la casa, la silueta perfecta de la preciosidad de chiquilla, mujer, hembra llena de promesas, que era su novia. Al día siguiente sería su mujer para siempre. Se vino caminando hasta detenerse, casi rozando con su cuerpo al joven, sonriendo:
—      Hola, qué bien que viniste. Pero que seriote estás, ¿pasa algo?
—      Necesito hablarte, María Dolores. Vamos p'a la plaza --llegaron a la plazuela y María Dolores se sentó en un banco.
—      Sentate a mi la'o, Juan Manuel, Te doy un campito. —No, gracias, no he venido a sentarme.
—      ¿Pero qué le pasa a éste? ¿Podes decirme qué bicho te ha pica'o?
Rugiendo de rabia contenida, Juan Manuel le tendió violentamente el papel que había recibido:
—      ¿Qué me decís a esto? -y le tiró sobre la falda el anónimo.
La hermosa luna parecía alumbrar con exclusividad a los jóvenes enamorados y, a la luz de la misma, la muchacha leyó lo que estaba escrito en el papel. Se puso pálida.
—         Y bien, ¿qué es lo que vas a decir ahora, desgraciada?
Y agarrando a la joven por ambos brazos, la sacudió con fuerza. María Dolores sintió la rebeldía de la mujer de raza, de la hembra honrada a quien se condena sin escuchar. De un tirón se soltó de las manos del hombre, y lo miró fríamente:
—      Lárgame, desgraciado, que todavía no soy tu mujer, ni nunca he sido tu amante. Si esa es la clase de hombre que sos, prefiero que terminemos en este momento.
—      Claro que querés terminar. Esa es la prueba de que es cierto lo que dice el papel. Pero lo voy a timbrar con un balazo a ese desgraciado, y va ser ahora mismo. Decime en este momento cómo se llama el maldito a quien le has dado lo que no has querido darme a mí.
Sin que el mismo Juan Manuel se diera cuenta, el revólver ya estaba en sus manos temblorosa. La mujer que lo miraba sentía, si es que eso era posible, aún más furia que él. Rabia, desilusión, el desencanto de la niña que por primera vez siente la pasión de la mujer, y ve derrumbarse al ídolo.
—      Y todavía, después de insultarme, como si fuera poco, ¿te atreves a sacarme un revólver?
Y agarrándose a la mano del hombre forcejeó para quitarle el arma y, en ese tira y afloja, se escapó un tiro. María Dolores dio un quejido ahogado y se dobló sobre sí misma, cayendo poco a poco al suelo. La mano de Juan Manuel soltó el arma que, con ruido sordo, cayó al piso. Ante la desgracia que estaba pasando, todo el rencor de Juan Manuel desapareció. Se arrodilló y pasó el cuerpo de la niña, del suelo a sus brazos.
—      María Dolores, mi amor, perdón, perdón, no quise hacerlo. Te amo y te perdono que me hubieras engañado con otro hombre.
La muchacha, cuya herida casi en mitad del pecho había dejado escapar un chorro de sangre que había hecho ya un charco en la tierra, abrió los ojos. Parecía muy cansada cuando movió los labios con dificultad:
—      Tonto, no tenes nada que perdonarme... lo que dice ese papel es una calumnia... no existe otro hombre... nunca existió... tú lo eres todo para mí... y me has herido, pero... pero... igual... yo te amo para... para siem...
Juan Manuel sintió el estremecimiento del cuerpo de María Dolores, y después la quietud del cuerpo inerte en sus brazos. María Dolores estaba muerta...
Nunca se supo quién escribió el anónimo. Se sospechó de una mujer, posiblemente celosa del joven, pero no se pudo probar nada. Juan Manuel tuvo atenuantes y se lo dejó en libertad, teniendo como cárcel el pueblo. Y desde entonces, de doce de la noche en adelante, si algún trasnochador pasaba por la plaza, buscaba ir por el otro lado para no pasar por el lugar del crimen. Pero en las noches de luna no podían dejar de ver, en el lugar exacto en que había sucedido la tragedia, el bulto encorvado de un hombre cuyos sollozos estremecían la noche.
Y sucedió algo que dio mucho que hablar a los habitantes de La Cruz. En el mismo sitio en que fue derramada la sangre de la hermosa virgen, nació una planta que fue creciendo y creciendo hasta convertirse en una hermosa y cimbreante palmera. Pero lo curioso era que, si se la observaba del lado en que sale el sol a una determinada hora del día, producía un estremecimiento en el observador, pues el juego de sombras ocasionado por la luz, hacía que se distinguiera claramente, en el tronco de la palmera, un cuerpo perfecto de mujer. Y hay algo más. Hasta hace poco, los trasnochadores y borrachos que pasaban por la plaza principal de la antigua La Cruz -hoy Riberalta- en noches de luna, escapaban asustados cuando, de pronto, el ruido del viento en las hojas de la palmera, creciendo en intensidad, se convertía en el llanto, en el quejido lleno de angustia, de una voz joven de mujer...
Pero esa palmera que hasta hace muy pocos años estuvo dando su sombra a los enamorados, ya no existe. El progreso tiene, a veces, un precio muy caro. Una disposición municipal ordenó su derribo.
No hay explicación lógica para lo que ocurrió ese día. El hombre encargado de derribarla llegó con su hacha, más o menos, a las tres de la tarde. El día era bonito, cielo despejado y un sol radiante. El hombre llegó junto a la palmera, la contempló con mirada especulativa, evaluando su dureza, se escupió las manos y agarrando el hacha, la revoleó por encima de su cabeza y descargó un tremendo golpe en el tronco. Inmediatamente retrocedió, confuso, como aturdido:
—      ¿Qué pasa aquí? Me pareció escuchar un grito de mujer.
Largó otro violento hachazo y de nuevo el hombre retrocedió asustado.
—      ¿Usted no ha escuchado un grito de mujer? –preguntó a una persona que en ese momento pasaba por ahí.
—      No escuché nada, mi amigo. Ni siquiera se ve a una mujer por aquí -y el hombre siguió su camino.
—      Bueno -se dijo entonces el hombre del hacha-, creo que estoy oyendo cosas. A mí me pagan para tumbar la palmera y la voy a derribar ahora mismo.
Y pasando del dicho al hecho comenzó a descargar hachazo tras hachazo, apretando los dientes y diciéndose que no eran verdaderos los gritos, verdaderos alaridos, que escuchaba, que era su imaginación que le estaba haciendo jugarretas.
Y de repente ocurrió: un último hachazo, y la palmera comenzó a inclinarse; primero lentamente y después ganando velocidad hasta estrellarse violentamente contra el suelo. El hombre se tapó con desesperación los oídos ante aquel grito infrahumano que escuchó.
En la calle, en las casas, todos pararon, sobrecogidos, sintiendo que se les paraban los pelos del cuerpo ante aquel grito desesperado que repercutió en toda la ciudad.
Y justo en aquel momento -un fenómeno que por primera vez ocurría en Riberalta- comenzó a caer granizo. Y el granizo siguió cayendo y cayendo sin parar...
Nadie supo explicar el fenómeno, pero yo todavía pienso que eran las lágrimas de María Dolores, la hermosa niña que murió virgen por haber amado tanto.

Tahuamanu

Foto: Lancha a Vapor Tahuamanu, Parque mirador la costanera HISTORIA SOBRE LA LANCHA TAHUAMANU Bautizada así en homenaje a unos de ...

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