La entrada al siglo veinte, encontró a los bolivianos con un serio problema entre las manos. En la región del Acre, miles de brasileños, alzados en armas, se habían metido a territorio boliviano, expulsando de sus lugares de trabajo y asesinando a muchos de nuestros compatriotas que trabajaban en la extracción de la goma, en aquella apartada región de la patria.
Los bolivianos se agruparon para repeler al agresor. Así se libraron varios combates en que nuestra gente demostró su valor, derrotando al enemigo en memorables enfrentamientos. Uno de estos combates -que no figura en las páginas de la historia- en que la juventud riberalteña demostró su valor, es el que les voy a relatar a continuación.
La batalla decisiva se iba a librar en las cercanías de la barraca Puerto Rico. Los brasileños aventajaban, en número de combatientes y en armamento, a los bolivianos, que, metidos en sus trincheras y con las armas en las manos, esperaban la orden de empezar el combate.
Se había enviado un propio, por tierra y a toda velocidad, a buscar refuerzos a Riberalta, pero no sabían si el mensajero había conseguido eludir las patrullas enemigas.
Fue entonces cuando un grupo de jóvenes -más bien niños, pues sus edades oscilaban entre los catorce y dieciséis años- se reunieron en la plaza principal, y uno de ellos, habló:
— Muchachos, la patria está en peligro. Ya ustedes han escuchado que nuestros soldados van a ser barridos por la superioridad del enemigo. Salvemos a nuestros compañeros y hagamos que, lo que será una derrota sin nuestra ayuda, se convierta en una gran victoria. Por nuestra querida patria Bolivia, vamos al combate, compañeros.
Un grito de entusiasmo partió de aquellos pechos juveniles; los jóvenes hicieron venir a sus padres a la plaza, para explicarles lo que habían decidido. Muchas madres, llorando, abrazaron a sus hijos, pues cada una pensaba que aquel ser de su ser, no regresaría del combate. Pero es bueno que digamos, en honor del patriotismo de aquellas madres riberalteñas, que ni una sola de ellas pidió a su hijo que faltara a esta cita con la patria.
El comandante de la guarnición dio el visto bueno, e inmediatamente, bajo las órdenes del único teniente que quedaba, juntaron los pocos fusiles que quedaban en el cuartel. Las demás armas fueron proporcionadas por las principales firmas comerciales de la localidad.
Una hora después de los sucesos anteriormente narrados, en la cancha de fútbol se había construido un polígono de tiro, y los vecinos de la localidad escuchaban las descargas de la fusilería. Era la flor y nata de la juventud riberalteña disparando sus armas en un entrenamiento intensivo, preparándose para cuando llegara el momento de entrar en combate con el enemigo.
¡Pues sí!, había conseguido pasar, y su misión de dar parte a las autoridades en Riberalta, había sido cumplida. En aquel momento la lancha a nvapor TAHUAMANU, embarcación con casco de metal y de hermosas líneas, navegaba a todo vapor, con la máquina forzada al máximo, arribando gallardamente contra la corriente del río Orthon, acercándose más, a cada momento, a la localidad de Puerto Rico. Llevaba una chata amarrada a su costado. Sobre el piso de las dos embarcaciones y sobre el techo de las mismas, se apiñaban cincuenta combatientes, cincuenta muchachos cambas, hijos de las mejores familias de la localidad, cuya edad promedio era de dieciséis años.
Todos iban armados: los unos con fusiles; Winchester 44 y escopetas los otros; llevaban, además, una buena provisión de balas, cartuchos y vituallas. Era la juventud de Riberalta y sus alrededores, quienes, de esta manera, respondían a aquel pedido de auxilio de sus compatriotas.
Los hombres en edad de combatir habían partido con anterioridad al campo de batalla, a la zona de operaciones. En el pueblo sólo habían quedado las mujeres, los ancianos y los menores de edad.
Cuando llegó aquel mensajero que, sorteando toda clase de obstáculos y eludiendo al enemigo, había conseguido llegar desde Puerto Rico, y dio parte de lo que ocurría en la región en que brasileños y bolivianos combatían, y del peligro de ser exterminados que corrían aquellos valientes compatriotas, las autoridades locales quedaron consternadas. ¿Qué podían hacer? No habían soldados; no habían hombres para acudir a aquel desesperado pedido de auxilio...
Al anochecer del mismo día, todos los habitantes del pequeño poblado estaban en el puerto para despedir a los cincuenta valientes muchachos. La banda de música del regimiento tocó el Himno Nacional, que fue cantado con verdadero fervor por todos los presentes. Después, el último abrazo y beso de padres, madres y enamoradas; las lágrimas vertidas en la tristeza del adiós.
Los jóvenes combatientes, con el teniente que los guiaría en el combate, subieron a bordo de la lancha TAHUAMANU; dos marineros largaron las amarras de la bella embarcación, que se fue apartando lentamente de la orilla. Entonces se escuchó la voz de uno de los jóvenes que iban sobre el techo de la lancha, una voz vibrante y plena de vida, que gritaba:
— Reza por nosotros, mamá, y no te preocupes.
Derrotaremos al enemigo y regresaremos triunfantes.
— Sí, -gritó otro de los jóvenes- ¡venceremos!
Ante aquellas voces, llenas de fe y valentía, se inflamaron los corazones de todos aquellos que quedaban en la orilla del río, los cuales comenzaron a gritar:
— Sí, valientes, sí, vencerán. ¡Viva Bolivia!
Como una voz de esperanza que contestaba a aquel clamor, la Tahuamanu dejó escuchar su hermosa voz, sus cuatro, ya clásicos, acostumbrados pitazos de despedida: uno por el Padre, el otro por el Espíritu Santo y otro por el Hijo; el último en homenaje a la Santísima Madre de Dios.
El maquinista de la lancha puso la velocidad al máximo y la misma se alejó del puerto surcando gallardamente las correntosas aguas del río Beni.
Momentos después, los que miraban desde la orilla del río, la perdieron de vista cuando la lancha hizo la curva en el primer torno. La Tahuamanu, con sus pasajeros, iban al encuentro de una gran aventura; iban al encuentro de la Historia...
Mientras tanto, allá por Puerto Rico, un emisario de las tropas brasileras, enarbolando una bandera blanca, llegó junto a las trincheras de nuestros soldados con un mensaje del comandante brasilero José Brandao, el cual actuaba en representación del comandante general Plácido de Castro, ausente en aquella oportunidad. El mensaje decía:
"Al Señor Comandante del Ejército Boliviano en campaña: Como es de su conocimiento, somos superiores en número de efectivos y armamento. Pido a usted que evite un inútil derramamiento de sangre, para lo cual debe usted rendirse con todos sus hombres. Le doy mi palabra de honor, de que serán tratados con toda consideración. Esperaré una hora. Pasado este tiempo, si usted no hubiera resuelto rendirse con sus efectivos, atacaré con todas nuestras fuerzas y usted será el responsable por todos los que caigan en el combate."
Las cosas no estaban como para andarse con demasiados cumplidos. La respuesta del comandante boliviano al señor Brandao fue muy clara:
"Señor Comandante de los efectivos brasileños: Ya sé que nos sobrepasan en número, pero mis soldados están preparados para batir a fuerzas superiores. Es a usted a quien le pido meditar lo siguiente: mis hombres no disparan sólo por disparar. Si usted decide atacar, podrá comprobar que por cada disparo de uno de mis fusiles, caerá uno de sus hombres. Tome usted su decisión."
José Brandao, confiando en la superioridad numérica, inició las hostilidades lanzando a sus hombres al ataque disparando nutrido fuego de fusilería. Lanzó su tropa a la carga, en un ataque frontal, pensando llegar a las trincheras bolivianas y acabarlos a todos.
Las instrucciones que habían recibido los combatientes bolivianos eran muy claras, y fueron seguidas al pie de la letra. Los defensores sabían que se estaban jugando la vida. Dejaron que el enemigo llegara muy cerca... y sólo entonces las armas bolivianas escupieron su carga letal.
Se vio caer a los soldados enemigos como marionetas a las que se corta el hilo. La primera línea de atacantes mordió el polvo, en su totalidad. Los que venían en segunda línea quedaron paralizados, desconcertados por breves segundos, al mismo tiempo que se escuchó un nuevo tronar de fusiles bolivianos y no quedó un solo enemigo de la segunda línea de asalto, en pie.
Al ver lo que ocurría, la tercera oleada de atacantes, que estaba saliendo de sus trincheras disparando sus armas furiosamente, viendo que algo había salido errado, dio media vuelta y, de cabeza, se tiraron a protegerse en sus agujeros.
Fueron muchas las bajas ocasionadas al enemigo. Sin embargo, nuestras filas también habían tenido bajas: doce de los nuestros habían caído para siempre. Era una gran pérdida para nuestra pequeña tropa. Ahora solamente quedaban veintiséis hombres en condiciones de combatir; el enemigo debía tener aún algo más de cien, sin contar sin contar que, en cualquier momento, podían recibir más refuerzos.
Era el 22 de Abril de 1903. La lancha Tahuamanu, aquel atardecer, navegaba casi pegada a la orilla del rio. El comandante de la embarcación calculaba que a medianoche llegarían a su destino. Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisto: Forzada por tantas horas de presión al máximo, la caldera de la lancha explosionó. Un marinero que estaba cerca recibió el chorro de vapor de altísima temperatura y cayó al río desapareciendo bajo las aguas. No se lo vio salir más.
Aprovechando que la embarcación -por inercia- siguió aún avanzando, el piloto consiguió apegarla a la orilla del barranco, donde fue rápidamente amarrada al tronco de dos árboles. El teniente que iba al mando de la expedición, se acercó a la máquina, donde ya se encontraba el maquinista mirando todo con aire de desaliento.
— ¿Puede ponerla en marcha? Es urgente que lleguemos esta noche a Puerto Rico -dijo el teniente- y aun así, tal vez ya sea demasiado tarde.
— Ahí se ha hecho un hueco de unos veinte centímetros de diámetro. Remacharé ahora mismo un pedazo de plancha de metal para tapar eso, pero va a tardar un poco y la compostura no va a aguantar mucho.
— Mi amigo, haga lo que sea, pero pónganos en Puerto Rico antes del amanecer.
— Sí, mi teniente. Que aprovechen sus hombres para descansar, mientras arreglo esto con mi ayudante.
Eran las cinco de la mañana y todavía estaba oscuro en Puerto Rico, cuando los centinelas comenzaron a despertar a sus camaradas. Poco después todos estaban alerta, y arma en mano. Les pasaron unas cantimploras con café caliente, que fueron haciendo circular después de llenar sus canecos. Todos saboreaban el café con pan de arroz torrado, que les cayó al pelo. Comenzaron a bromear entre ellos a pesar que, a muy corta distancia, acechaba el peligro y la muerte, que podía llegar en cualquier momento desde las trincheras enemigas.
Hacía ya varias horas que la Tahuamanu estaba otra vez navegando; pero ya no era la misma de antes; avanzaba a duras penas, pecheando contra la corriente con menos vigor que antes, pero siempre avanzando. En realidad ya estaban muy cerca del puerto de llegada; era un milagro que aquella embarcación avanzara, movida por su máquina en aquellas condiciones. Una reparación de ese tipo sólo podía hacerse con éxito, con los recursos de un astillero en tierra firme. Sin embargo, allá iba la Tahuamanu, ganando terreno a cada minuto que pasaba.
No se había podido hacer el remachado de la plancha de metal que tapaba el agujero, de forma que quedara cerrado herméticamente. Para remediar esto -aunque sólo fuera por poco tiempo- el maquinista con su ayudante habían recubierto la parte remendada, con gran cantidad de barro, greda, el cual secó al momento y se endureció por efecto de la alta temperatura. Y así se pudo retener el calor en la gran caldera, lo suficiente para accionar la máquina y proseguir viaje.
Durante las siguientes horas el maquinista no había quitado los ojos de la aguja del manómetro; y ahora se sobresaltó al ver que se había producido un pequeño escape de vapor a través de la parte remendada.
— ¡Dios mío!, no es posible que esto reviente nuevamente, antes de que lleguemos. Ya solamente falta un torno para llegar a Puerto Rico. Tienes que aguantar, lanchita querida, yo te voy a ayudar. Moviéndose a toda velocidad, el maquinista, el hombre en quien todos confiaban para que la lancha llegara a su destino con sus cincuenta jóvenes combatientes, arrastró tres colchones y los acomodó, cubriendo con ellos el lugar donde ya se había producido un escape de vapor. Con unos pedazos de madera que apuntaló lo mejor que pudo y, por último, con sus propios brazos y cuerpo quedó apretando aquel bulto de colchones contra la caldera de la lancha. Miró el manómetro, por entre el sudor que le escurría por la cara, y lanzó una carcajada que era un grito de victoria: la aguja, que ya había comenzado a descender, se detuvo por un momento y luego comenzó a subir lentamente. La Tahuamanu retomó nuevamente su velocidad. El maquinista le habló, a gritos, a su lancha: "Así me gusta lanchita querida. Seguí, seguí adelante, adelante Tahuamanu que ya falta poco. Mi vida no vale nada, yo la doy con gusto, si es necesario, pero tenemos que dejar a estos muchachos junto a la línea de fuego, pues tal vez de ellos dependa la suerte del combate. Un poco más, mi lanchita linda, seguí, seguí..."
Y como para animar a aquella lancha a la que tanto amaba, y a la que consideraba como un ser vivo, con alma, estiró la mano hacia la cuerda del pito, la cual tiró por cuatro veces consecutivas en la forma característica con que aquel hermoso vapor anunciaba su partida y su llegada en cada puerto.
— Tuuuuuuu... tuuuuuuu... tuuuuuuu... tuuuuuuu...
En las trincheras ya eran las cinco y quince de la madrugada y el comandante boliviano, que en aquel momento conversaba ultimando detalles para el combate, aguzando el oído, dijo:
— ¿Escucharon ese pito?
— Sí, mi capitán -contestó el sargento-, es el pito de la
Tahuamanu. Ni quien lo confunda.
— Pues gracias a Dios que van a llegar a tiempo. Ahí vienen los refuerzos que pedimos. Los vamos a necesitar.
Todavía no eran las seis de la mañana cuando el casco de la lancha tocó el barranco en la orilla del pequeño embarcadero. Sin esperar siquiera a que la embarcación fuera amarrada, el teniente y sus cincuenta voluntarios saltaron a tierra con sus armas y mochilas, y a todo correr se dirigieron a las trincheras de sus camaradas. La excitación de todos era tan grande, que ninguno regresó para ver qué había sido aquella explosión que se escuchó atrás, en la lancha.
En las trincheras, los que allí estaban y los recién llegados, se confundieron en apretado abrazo. El teniente que comandaba la tropa llegada de Riberalta, con dos muchachos a quienes había dado el grado de sargentos, propusieron que, en vez de esperar el ataque del enemigo, fueran ellos quienes arremetieran contra los brasileros, que seguramente no esperaban aquella acción. Se aprobó el plan. El teniente comandaría el ataque, por cuanto el capitán tenía el brazo derecho inutilizado a causa de un balazo que había recibido en el ataque de la víspera.
Minutos después, el teniente y aquellos cincuenta valientes muchachos, se lanzaron en silencio y a toda velocidad hacia las trincheras enemigas. El resto de la tropa boliviana quedó atrincherada y lista para acudir en apoyo del PELOTÓN DE LOS CINCUENTA, como los bautizaron sus camaradas, en caso de que fuera necesario.
El enemigo, seguro de tener acobardados a los bolivianos, se había descuidado. Uno de ellos tocaba la guitarra y toda la tropa cantaba. Los centinelas tomaban su desayuno mirando a sus compañeros, y cantando también. De repente, el infierno. La muerte hizo su aparición saliendo de la boca de las armas bolivianas. El enemigo, valiente, se precipitó desesperadamente hacia sus fusiles, y comenzando a disparar como locos. Algunos de aquellos valientes muchachos del Pelotón de los cincuenta cayeron para siempre, regando con su sangre aquel pedazo de patria que habían ido a defender. Esto enardeció a sus compañeros, quienes, con más ímpetu, atacaron al enemigo.
Los brasileños, creyéndose atacados por fuerzas muy superiores, se retiraron desordenadamente dispersándose por la selva y dejando gran cantidad de muertos y heridos, como también armas, municiones y vituallas en gran cantidad.
La batalla había terminado. Después de festejar la victoria, recordaron la explosión que habían escuchado en la lancha, y fueron a ver qué había pasado.
Cuando llegaron a la lancha y comprendieron lo que había ocurrido, aquellos muchachos que acababan de salir victoriosos de un violento combate, no pudieron contener las lágrimas...
Junto a la caldera de la lancha, reventada nuevamente, encontraron el cuerpo del hombre, medio destrozado por la explosión y quemado por el vapor. El maquinista de la Tahuamanu, tapando con su cuerpo el escape de vapor de la caldera para que la embarcación pudiera llegar al puerto, había sacrificado su vida en aquella misión.
Cuando los jóvenes se acercaron más, pudieron notar que, en el noble rostro del maquinista, había quedado estampada para siempre una dulce sonrisa. Posiblemente, en el momento de morir, el maquinista supo que había logrado su objetivo, que su muerte no sería en vano, que aquellos valientes muchachos a los cuales él había hecho llegar hasta el lugar del combate, darían el triunfo a las armas bolivianas.
Ese mismo día fue enterrado con honores militares, y la descarga de fusilería del PELOTÓN DE LOS CINCUENTA (incompletos en su número por los que habían caído para siempre en el campo de batalla) atronó el espacio, y el eco de los estampidos fue rebotando de trecho en trecho en la floresta. Pero esas balas no iban destinadas a quitar la vida de ningún ser humano; era el homenaje a un camarada muerto, a un valiente que -con una sonrisa que se sobreponía al dolor que estaba sintiendo- había dado su vida en el cumplimiento del deber para con la patria. En el minuto de silencio que se siguió, desde el más allá pareció llegar a cada uno de los presentes, la voz del maquinista de la Tahuamanu, diciendo: Misión cumplida...
Hugo Villanueva Rada
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