Las manos de Matayru, dejaron de golpear el algodón y sus ojos, acostumbrados a horadar las sombras, se azoraron un largo rato cuando escuchó el primer graznido de un sumurucúcu, que se estiró largo y doloroso como un lamento. Y cuando otra vez el ave, oculta ahora en los renuevos del naranjo recién florecido, graznó más lúgubremente todavía.
Entonces Matayru transida de miedo, recuerda aquella historia impresionante que le relatara su madre cuando era joven cuyo estribillo no terminaba de repetir: "cuando el sumurucúcu grazna en el patio de las casas, es porque presagia que alguien va a morir".
Por eso, cuando a la semana siguiente, su hombre tuvo la necesidad de asomar al chaco, con los ojos rebalsados de lágrimas, le rogó que no la dejara sola, pero su esposo Ajaila, incrédulo como pocas veces son los hijos de la pampa, se rio de la ingenuidad de sus recelos y después de mirarla en la niña de sus ojos y ofrecerle que regresaría pronto, a lo mucho cuando el sol estuviera en medio cielo, emprendió silbando la senda del yucal, mientras los ojos de Matayru, más amorosos que nunca siguieron como siempre su silueta fornida, hasta que ella como otras veces, igualmente se perdió detrás de los recodos.
Y como nunca más regresó Ajaila del yucal y los hombres que fueron en su búsqueda, encontraron apenas unas manchas de sangre junto a las huellas del jaguar, quedó como una superstición lo que la madre de Matayru, a manera de estribillo, no se olvidaba repetir: "cuando el sumurucúcu grazna en el patio de las casas, es porque presagia que alguien va a morir".
De aquí nació la creencia aquella de que cuando en el silencio de la noche se oye el mugido de un toro que se acerca a la casa del enfermo, es seguro que él no amanece con vida, así como el graznido del buho, son infalibles para presagiar la muerte...
Gilfredo Cortés Candía, un beniano en tres dimensiones
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